Aquella fue la primera vez que lo vi. En la puerta de una mina se encontraba un niño delgado y pequeño apoyado en un muro más ruinoso que firme. Bajo sus pies se extendía una llanura llena de polvo. Era un paisaje árido, triste, gris…
El niño tenía un pelo negro azabache, con manchas de polvo color grisáceo, como si de canas se tratase a pesar de su corta edad. Sus ojos eran rasgados y tristes, el reflejo de una sociedad sin esperanza, un día sin sol, una noche sin luna. Tenía la nariz chata. Su boca era pequeña formada por sus labios finos cuya expresión era la personificación de la tristeza. Llevaba una camiseta vieja y sucia, que además le quedaba grande pero dejaba ver sus piernas delgadas que cruzaba graciosamente. En las manos tenía una manzana demasiado verde como para comerla, y él estaba demasiado hambriento como para esperar a que madurase. Poco a poco fui descubriendo que era un niño adorable y muy inteligente. No era ambicioso, su única meta era sobrevivir. A pesar de tener que trabajar en el interior de una mina diariamente, era un niño inquieto, incansable. Demasiado agradecido con la vida aún con lo poco que ésta le había aportado.
Aquel día decidí quedarme: a pesar del clima insufrible, de la pobreza siempre presente, de la nostalgia de mi familia… Era la primera vez que trabajaba en un proyecto humanitario. Ahora llevo ya veinte años. Quizá muchos no me entiendan cuando digo que he recibido más de lo que he dado.
Marta 4º ESO A
Hace 7 años
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